17.12.15

Me atrevo

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Me interesa que seas débil a las tentaciones. Yo llegué tarde. Somos ajenos. El café, demasiado caliente, se desborda por los bordes.  No importa lo que falte, el café nunca se sirve con mesura. Su vida era una locura, una aceleración, un ventarrón. Me resisto a creer sus límites. Varias veces vi desesperación y miedo inundar su cuerpo, nunca se detuvo. Era incontrolable. Hoy, mientras bebo un café embromo su recuerdo. Me encantaría decir cosas como “creo que eres mejor persona”. Pero no. Lo siento. Desde una oficina en un edificio remodelado, en el centro de Quito, cautelosa, incomoda, fastidiada, pregunta –se pregunta- quién es, sobre quién hablo, cómo me atrevo. Y, bueno, no me resistí a la tentación. Buena tarde. 

Jacko / Me atrevo 

14.12.15

Perderlo todo

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Voy a perderlo todo. No voy a detenerme en los detalles, pues evocar explicaciones suele ser más una señal de nostalgia, que una forma práctica de abordar la derrota. Lo sé, lo he visto en personas cercanas. Mi intención es, por lo contrario, motivar una alegoría festiva. 

¿Qué tan grave es perderlo todo? No tan incendiario, en realidad. Para este momento, usted ya habrá notado que: las únicas mentiras que puede evitar son las suyas; que vive, digo vivimos, bajo el resguardo de la ficción de alguien más; y, por lo tanto, al igual que una mentira palidece, se puede disipar su realidad. Así, pues, todas las vidas salen de las fábulas de un ajeno. Yo me pregunto si las personas libres no serán aquellas capaces de arriesgarse a crear su propia fábula, que no dan por hecho que nada cambia, cuando la cotidianidad demuestra que: Todo cambia, nadie cambia, todos mienten (No, por favor no agregue la “y”)

Lo noté hace 11 meses, fue en las calles de China. Estaba pegado a la ventana del micro, tiritando de frío, sujetaba una libreta sin un solo apunte en mis manos, absorto en cada detalle del paisaje, seguro que aquello era, para mí, lo más cercano a la sensación de felicidad. Una sorpresa insondable inundaba cada una de mis neuronas. En ese estado, incluso el detalle más simple era merecedor de toda mi atención. De aquel viaje me quedó una de las amistades más lindas y extrañas con la que cuento. Noté, entonces, que “si tenemos una vida lo bastante larga, nos convertimos en una criatura de nosotros mismos”, como escribió Irving. 

-Mejor quédate con esa idea. 

Me repito. 

No solo es alegría, pasión, felicidad. También es tristeza, dolor, ira, decepción. Es lo que destruye y lo que alimenta, lo que muere y lo que vive. Perderlo todo es: perderlo todo. Es coser a puñaladas a la criatura que hemos mantenido. Es desobedecer lo que la tradición latinoamericana nos ha impuesto: una pérdida que incluye únicamente el origen de la tristeza. Y, bueno, la pérdida también es alegría.


¿Qué podría perder ahora, si no me hubiese divertido tanto?
Jacko / China

9.11.15

Mentís

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Aquí, conviene hacer algunas distinciones necesarias para: desmitificar la complejidad y evitar confundir con la ficción lo que sólo es un simple aspecto de lo cotidiano. Después de todo, pocas cosas se disipan con tanta facilidad como la sensualidad. Primero: la sensualidad desbordada siempre lo físico; segundo: no existen espacios naturalmente idóneos; y, tercero: se relaciona más con el caos (un lugar saturado y sin orden) que con la sutileza, el orden o la obediencia. De alguna manera, lo sensual, se convirtió en una acción de crisis y mentís. Entonces, que no nos vengan a decir que existe una “sensualidad normal”. Si compramos esa fábula, lo hemos perdido todo.


Jacko / Música 

29.10.15

Hoy música

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21.10.15

¡Es cosa hecha!

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-¡Oh señor!- exclamó, dirigiéndose al verdugo. Este caballero que usted encuentra postrado a sus pies, es culpable ¿Verdad?

-¿Acaso importa?- infirió el encapuchado.

-¡Oh señor!, por desgracia, importa y mucho-. Últimamente le he tomado aprecio al hábito de llevar la testa sobre el cuello –se burló-. ¡Escúcheme!, sé bien que nos separa…

-Sí, señor- dijo el verdugo, interrumpiendo al hombre rendido- sin despegar su mirada del filo del hacha y levantando sus hombros, como el panteonero que evita ver el rostro de la viuda. -El caso, señor verdugo, -prosiguió el sentenciado- es que soy inocente, he llegado aquí por atrevimiento y capricho de una mujer.

-También yo sentiría la necesidad de ser inocente frente al cirio- replicó inmediatamente el verdugo.-Qué diferencia haría en mentir al verdugo que me ha sido asignado-, respondió. Todos sabemos que usted está obligando a finalizar mi rabia, no vaya a creer que trato de persuadirlo.

-Bien, no realice movimiento alguno y todo será rápido-, sentenció aquel robusto hombre que sujetaba con una sola mano una sólida hacha. -Ella observa el cumplimiento de la sentencia-, interrumpió. Seguro usted también sentiría terminar aquí por perentorias jugarretas de una dama. El verdugo pareció poner atención al penitente.

-No hay más que hablar, hombre- contestó el encapuchado. Seré el liberador de su amargura, el que borre el padecimiento de su espíritu. No vivirá, pero su alma será aliviada y ennoblecida. A diario formalizo y ejecuto la brusca labor encomendada –refunfuñó- y en ninguna me he visto forzado a compartir palabras.

-¡Pues bien, señor! ¡Corte mi cabeza! ¡Quíteme el dolor y resentimiento, que por ello terminé aquí! Público es que, durante casi 10 años, amé con intensidad poco vista. He vivido hasta aquí convencido de la bondad del amor… no por lo sucedido juzgaré torpemente los gestos dulces. Estoy resuelto a entregar mi existencia si con ello sus ambiciones se cumplen.

-¿Listo?- preguntó el verdugo. ¡Es cosa hecha! ¡No hay más que hablar!

-¡Dios mío! ¡Amigo que pronto te resuelves! Por lo menos, escúchame, mientras agitas ese aparejo. –Qué talento el de esta mujer, dejarme morir aquí-, prosiguió sin prestar atención al movimiento del hacha. –No sabe el padecimiento que me provoca su injusticia-.

-Amigo mío, con mi muerte no encontrará libertad-, lo dijo sin lágrimas en los ojos. –Se entregó a mis contradictores con su petulante alevosía. No es libre…- El rústico artefacto silenció al hombre. No importó. Desde lo alto ella nunca escuchó palabra alguna.

-¿Qué haces aquí holgazán? – bramó el verdugo a un consumido hombre que con ímpetu se arrojó a la escena. –Apúrate pedazo de animal, limpia todo. El infeliz no me ha escuchado y se ha movido en el último segundo-.  

El individuo flaco limpió con cuidado todo el lugar. Nadie se quedó a mirar su labor. Mientras limpiaba repetía: –Ibas a pasarte la vida leyendo esos condenados libros, en vez de cuidar la cabeza. Pero la cuchilla apuró su paso y ahora, en la eterna noche, perderás el tiempo repitiendo los párrafos leídos-.

Silencio.  

Jacko | Cruzar



20.10.15

Adiós

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Fue este el periodo más doloroso de su vida. Le habría sido fácil alistarse en cualquiera de los regimientos que guarnecían a Besançon, podía hacerse maestro de latín, no le hubiese faltado colocación como preceptor, pero para ello necesitaba renunciar a la carrera, dar un adiós eterno al porvenir de gloria que le pintaba su imaginación, morir, en una palabra. Stendhal - ROJO Y NEGRO

Soy beligerante. En esta profesión y en esta vida la pavura no funciona. No necesitan saber nada más de mí. Únicamente que creo, con absoluta firmeza, que: nadie cambia. Quizá, saber -además- que gozo mucho de este enunciado de Buñuel: “No pediría nada más. Con mis periódicos bajo el brazo, pálido, rozando las paredes, regresaría al cementerio y leería los desastres del mundo antes de volverme a dormir, satisfecho, en el refugio tranquilizador de la tumba”. Quizá, estar al tanto de mi desarraigo de las exposiciones controladas de afecto (cada una de las pasiones del ánimo, como la ira, el amor, el odio, etc.). “Un hombre, al menos, es libre; puede recorrer las pasiones y los países, atravesar los obstáculos, gustar los placeres más lejanos”, decía Flaubert. Quizá, no pecar de rudeza. La gente que se aleja de gente para saber quién es, se da cuenta –al amanecer- que son quienes -siempre- fueron. No creo en la reconciliación. Después de todo, como dice Sontag, para la reconciliación es necesario que la memoria sea defectuosa y limitada. Es que estoy cansado de los cobardes. Y pese que resulta ineludible derrumbarme por el dolor que me ocasiona, me es imposible evitar, y parafraseo a Stendhal, que la conciencia de su cobardía encienda en mi pecho una tempestad de indignación.  


Adiós, procura ser siempre justa y piadosa. 


Jacko | Adiós

16.10.15

Permítete ser malo

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Yo no sabía en ese momento que la última vez que la iba a ver era esa noche. Recién ahí, cuando descubrí su ausencia, me di cuenta de que se anularon las contingencias. Cierra los ojos, imagina su rostro. Permítete ser malo. Admite esa necesidad humana de reprocharle. Para. No lo hagas, acomódate tienes que acostumbrarte a su deserción. Nos marchamos. Continúanos. El tiempo será siempre la mejor forma de medir la distancia. No detengas el reloj. Recuerda. Una tarde sí que estaba mal. Probablemente te hayas imaginado que estaría bien. Te equivocas.

Estas acá, espero no vengas a saludar. Yo no quería estar, pero estoy.  Hay que ser de una madera especial para bancarse esto: la derrota y el olvido. Porque una cosa es ser quien recuerdas que soy; pero otra muy distinta es ser una persona común, como vos o como yo, que sintió el tiempo y que de golpe despertó para ver en lo que se había convertido. 

Jacko | Noche 

12.10.15

Solo en el exilio

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Siempre llego acá disfrazado de letras. Disfrazado, pensado, estampado, cortado, amputado, oculto, arbitrario y manipulado. Llego, pues, también me es indispensable creer. Hoy, sin embargo, he venido desarticulado.  Desprovisto de cualquier intención estética o sensible. He llegado, de alguna forma, porque no tengo a dónde más ir. Entonces, antes que llegar, me han traído. Quizá pueda sacar provecho y  acá divida un poco la duda que me asalta. ¿Se puede seguir viviendo?


“Ir al exilio no es nada. Volver de allá es atroz” escribió Pavese (tanto Pavese como Vila han ocupado largas horas de mi vida en estos últimos días). Ya ha pasado un tiempo, desde la primera vez que decidí irme. Hoy, luego del regreso, se ha vuelto insostenible la angustia. Quiero volver a irme. No puedo. Tengo que quedarme. Y me he quedado. Entonces, un día me despierta un llanto desconsolado. Me parece comprensible. No existe otra forma de aceptar la muerte. Y si algo nos queda claro, como sostiene Sontag, es que hablar de cáncer es siempre hablar sobre la muerte. Se me ocurre: ¡Qué poco sabemos del cáncer!

Quiero irme. Me parece que no se puede seguir viviendo. Acá todos sufren. Y aunque  “buscamos siempre el lado inmóvil del tiempo”, como lo caracteriza Vila, lo cierto es que avanzamos deslumbrados al desmoronamiento. Nadie entiende por completo la soledad hasta que se enfrenta a la exclusión voluntaria de todos. Cuando llegas a ese punto, sabes que necesitas que alguien cuide de ti. Lo sé. No me interesa.


Me quiero ir. Así como Kassim, de Quiroga, se permitió esperar un momento; y cuando el solitario quedó por fin perfectamente  inmóvil, se retiró sin ruido. Así me quiero ir, cerrando cuidadosamente la puerta. Estoy seguro, acá ya no se puede seguir viviendo. 

Jacko | Solo en el exilio 

21.9.15

No lo haga

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No la abandone, será un error. Se fue. Evite controlar el miedo a perderlo todo. Evite considerar lo –que usted cree es - correcto. No se vaya a dormir, será totalmente infructuoso. Hoy, por momentos, la extrañará. Será un error. Aférrese a lo correcto, es lo único que le queda. Luche contra la rabia que lo invade. No trate de entenderla. No recuerde sus palabras, no tiene sentido. No todo fue mentira. No comparta el dolor, sea egoísta con sus dudas. Olvide su nombre, su estatura, sus demonios, sus errores, sus virtudes, sus mentiras, sus miedos y sus ojos. Olvídala toda, es posible. Viva. 

Jacko

3.9.15

Fronteras

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Sin palabras... pronto volveremos

8.8.15

Error

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Está mal lo que voy a hacer. Rechazar la importancia de la sonrisa. Cada día, despertamos y nos volvemos a convencer de que las reglas del mundo están bien. Escondemos las heridas, respiramos profundo, tomamos algo caliente, vemos nuestro reflejo y caminamos por la calle. Allí, todos somos iguales. Nos inundan, nos fuerzan, nos llevan con ellos y nos exigen sonreír.  Nos molesta. No comprendo cómo sobrevivimos a una vida en la que se busca, casi inmediatamente, clausurar el dolor. Cómo aceptamos un mundo en el que alguien más nos dice el tiempo que debe -así en imperativo, ¡debe!- durar la pena. Y sí, me refiero a esos procedimientos de injerencia en la tristeza, a aquellos modos disfrazados de bondad que nos obligan a encubrir los destrozos con una sonrisa. Entonces, un día te despiertas, miras el vapor de tu respiración en el aire, te mojas la cara, cubres tus ojos con tus manos y te vence la angustia, lloras. Ya no te parece que las reglas estén bien.

[Nunca quise obligarte a la sonrisa. Solo quería darte la mano, así es más fácil llevar el peso.]


Jacko


3.8.15

Adivíname

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A veces no sobrevivimos. Estoy en una oficina todo el día. Acá el clima es incomprensible: acá, quizá sea yo, no se comprende nada. Escucho a todos, siempre hay argumentos a favor y contra; creativos y aburridos. Tengo la alucinación de haberlo escuchado todo, estoy harto, desolado. No termino ningún libro que comienzo, busco un argumento que me libere. No lo encuentro. Que desperdicio esto de aniquilarse lento. ¡Basta! Por mi piel se restriega un recuerdo, lo desprendo, lo miro fijamente a los ojos, me permito la ira, el descontrol y lo envuelvo como un pequeño rollo y lo dejo en una vereda por la cual nadie marcha. No importa cuánto nos aferremos, al final no sobrevivimos. 

Adivíname / Jacko

15.7.15

Maldito

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No tardó mucho en reconocerse como un maldito. El final de la narración podría ser ese. Un final que no se detiene en la complementariedad de lo bueno y lo malo, que no lo expía de ninguna de sus palabras, que lo entrega –de alguna forma- consciente de sus acciones y que, sobre todo, le impide –tanto al lector como a él- sucumbir a la tentación alegórica de la memoria. Vamos sin misericordia.

Su maldición había logrado colarse disfrazada de fortuna. Después de todo, así es como nos llega al 90% de nosotros. Un día te levantas, te cambias, te vas, te crees próspero y ya no regresas con la felicidad encima. No importa el tiempo que pase o los recuerdos que cargues, todos los años vividos y los que están por venir se resumirán únicamente a esas 24 horas que lo perdiste todo. Pero a él tan temprano como le llegó la conciencia de su pesadumbre, también lo invadió una inteligencia limpia de vanidad. Lastimosamente, es bien conocido por todos que toda agudeza intelectual o sensible hunde más a su propietario en la recóndita esencia de una existencia injusta.


Solo ahora advierto, mientras repaso todas las palabras, que a pesar de su insistencia por la importancia de excederse en la distancia, se sentía solo. Y aunque logró con éxito evadir esa sensación por muchos años, entregándose a la compañía de una mujer a quien amó con toda la profundidad que pudo encontrar, no logró librarse de ella. Ahora al final se reconoce maldito.

3.7.15

Despertar

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No sabemos perdernos, vaya incapacidad. Vivimos obligados a los recuerdos. Entonces uno despierta un día, no se reconoce y trata de convencerse que sigue siendo el mismo. Sales, caminas y te despistas de aquella voz en tu cabeza que te grita que te vayas, que no eres de acá. Entonces sonríes, te frunces, te desesperas, respiras y saludas al primer conocido que encuentras. Y aunque el dolor te inunde te quedas allí, quieto con la mirada atenta y una expresión amigable escuchándolo. Finges que te interesa, abalas lo que dice, le dedicas un par de palabras, le das la razón y te vas.  No se trata de ignorar a los que te rodean, se trata de ignorarse a uno mismo. Y justo cuando empiezas a olvidarte de las ausencias, te asalta un recuerdo y regresas, te convences de que sigues existiendo, que todo va bien, que pudiese ser peor y caminas. Pero el segundo antes de cruzar la calle pasa un bus, de esos de los años 90, y quieres embarcarte y perderte. Quieres. Al final no te has ido, sigues, llegas y sigues.      


23.6.15

Magia: el precio de la buena suerte

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¿Y qué si me he desmoronado por partes? Unos gritan, otros lloran en silencio o se muerden la boca mientras tratan de respirar por su nariz congestionada, hay aquellos -que incluso- acuden a la flagelación minúscula, pequeños golpes, pellizcos o cortaduras, para tratarse de demostrar que siguen en esta realidad,  pero ninguno – y de aquello guardo una certeza absoluta- se enfrenta a esta situación en completa cordura.

A Verano y Krimea no se les enseñó la palabra confianza. La mañana anterior, Krimea había insistido, con una tenacidad increíble para una niña de 7 años, en la necesidad de una cerca alrededor de la casa. Nunca imaginé que unas horas más tarde me arrepentiría de no tomar en cuenta su sugerencia. Sé que nada hubiese cambiado, pero le hubiera otorgado tranquilidad por unas cuantas horas. Verano no tuvo tiempo para entender el miedo. Me aterroriza pensar que con dos años menos que su hermana, Verano entró en conciencia del mundo con los gritos desgarradores de esa noche.
Mis dos nietas son zeru-zeru, nacieron con su cuerpo muerto. Y aquí todos (políticos, policías, militares, religiosos, familiares, pobres, ricos, buenos y malos) saben que sus cuerpos son un poderoso talismán para la suerte e incluso para evitar la muerte.

Verano nunca pudo hablar luego de aquella noche, no se debe a un motivo físico. Simplemente no tiene nada que decirle al mundo. La veo allí, toda la mañana, en el umbral de la casa. Tiene sus ojos tristes y llenos de miedo. Yo también tengo miedo.  Bajo mi cama se encuentra lo que quedó del cuerpo de Krimea. Sé que si la entierro en otra parte, incluso si lo hago en mi patio, regresarán por sus huesos. 

Estoy aprendiendo a lidiar con el recuerdo. Eran cerca de 11 personas y entre todas ellas reconocí a mi hijo, tío de Krimea, y a dos vecinos. No pude ver lo que pasaba en la cama de las niñas, únicamente los vi entrar con machetes maltrechos y afilados. En los cuentos que hemos escuchado, se dice que las extremidades arrancadas del cuerpo de los zeru-zeru guardan su magia únicamente si el “negocio” -como también llaman a los zeru-zeru- permanece con vida. Por eso, luego de amputarlas lanzaron diésel al cuerpo de las niñas para cicatrizar sus heridas y así evitar su muerte. Verano vive sin sus dos piernas y con un solo brazo, pero la magia de Krimea se agotó esa misma noche.


Una extremidad de albino puede llegar a costar hasta USD 10.000, en un país que se muere de hambre y en el que los políticos utilizan pociones fabricadas con huesos, pelo y piel de albino para asegurarse la victoria. 

23.1.15

Grandes textos: Amor ciego

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Tengo cuarenta años, soy muy fea y estoy casada con un ciego.

Supongo que algunos se reirán al leer esto; no sé por qué, pero la fealdad en la mujer suele despertar gran chirigota. A otros la frase les parecerá incluso romántica: tal vez les traiga memorias de la infancia, de cuando los cuentos nos hablaban de la hermosura oculta de las almas. Y así, los sapos se convertían en príncipes al calor de nuestros besos, la Bella se enamoraba de la Bestia, el Patito Feo guardaba en su interior un deslumbrante cisne y hasta el monstruo del doctor Frankenstein era apreciado en toda su dulce humanidad por el invidente que no se asustaba de su aspecto. La ceguera, en fin, podía ser la llave hacia la auténtica belleza: sin ver, Homero veía más que los demás mortales. Y yo, fea de solemnidad, horrorosa del todo, podría haber encontrado en mi marido ciego al hombre sustancial capaz de adorar mis virtudes profundas.

Pues bien, todo eso es pura filfa. En primer lugar, si eres tan fea como yo lo soy, fea hasta el frenesí, hasta lo admirable, hasta el punto de interrumpir las conversaciones de los bares cuando entro (tengo dos ojitos como dos botones a ambos lados de una vasta cabezota; el pelo color rata, tan escaso que deja entrever la línea gris del cráneo; la boca sin labios, diminuta, con unos dientecillos afilados de tiburón pequeño, y la nariz aplastada, como de púgil), nadie deposita nunca en ti, eso puedo jurarlo, el deseo y la voluntad de creer que tu interior es bello. De modo que en realidad nadie te ama nunca, porque el amor es justamente eso: un espasmo de nuestra imaginación por el cual creemos reconocer en el otro al príncipe azul o la princesa rosa. Escogemos al prójimo como quien escoge una percha, y sobre ella colgamos el invento de nuestros sueños. Y da la maldita casualidad de que la gente siempre tiende a buscar perchas bonitas. Da la cochina casualidad de que a las niñas lindas, por muy necias que sean, siempre se les intuye un interior emocionante. Mientras que nadie se molesta en suponer un alma hermosa en una mujer canija y cabezota con los ojos demasiado separados. A veces esta certidumbre que acompaña mi fealdad escuece como una herida abierta: no es que no me vean, es que no me imaginan.

En cuanto a mi marido, sin duda se casó conmigo porque es ciego. Pero no porque su defecto le hubiera enriquecido con una mayor sintonía espiritual, con una sensibilidad superior para amarme y entenderme, sino porque su incapacidad le colocaba en desventaja en el competitivo mercado conyugal. Él siempre supo que soy horrorosa, y eso siempre le resultó mortificante. Al principio no nos llevábamos tan mal: es listo, es capaz (trabaja como directivo de la ONCE) y cuando nos casamos, hace ya siete años, incluso fue dulce en ocasiones. Pero estaba convencido de haber tenido que cargar con una fea monótona por el simple hecho de ser invidente, y ese pensamiento se le pudrió dentro y le llenó de furia y de rencor. Yo también sabía que había cargado con un ciego porque soy medio monstrua, pero la situación nunca me sacó de quicio como a él, no sé bien por qué. Tal vez sea cosa de mi sexo, del tradicional masoquismo femenino que nos hace aguantar lo inaguantable bajo el espejismo de un final feliz; o tal vez sea que él, en la opacidad de su mirada, dejó desbocar su imaginación y me creyó aún más horrenda de lo que en realidad soy, la Fealdad Suprema, la Fealdad Absoluta e Insufrible retumbando de una manera ensordecedora en la oscuridad de su cerebro.

A decir verdad, con el tiempo yo me había ido acostumbrando o quizá resignando a lo que soy. Me tengo por una mujer inteligente, culta, profesionalmente competente. Soy abogada y miembro asociado en una compañía de seguros. Sé lo que mis compañeros dicen de mí a mis espaldas, las burlas, las bromas, los apodos: señora Quitahipos, la Ogra Mayor... Pero he tenido una carrera meteórica: que se fastidien. Empecé en el mundo de las pólizas desde abajo, como vendedora a domicilio. Con mi cara, nadie se atrevía a cerrarme la puerta en las narices: unos por conmiseración, como quien se reprime de maltratar al jorobado o al paralítico; y otros por fascinación, atrapados en la morbosa contemplación de un rostro tan difícil. Estos últimos eran mis mejores clientes; yo hablaba y hablaba mientras ellos me escrutaban mesmerizados, absortos en mis ojos pitarrosos (produzco más legañas que el ciudadano medio), y al final siempre firmaban el contrato sin discutir: la pura culpa que los corroía, culpa de mirarme y de disfrutarlo. Como si se hubieran permitido un placer prohibido, como si la fealdad fuera algo obsceno. O sea que el ser así me ayudó de algún modo en mi carrera.

Además de las virtudes ya mencionadas, tengo una comprensible mala leche que, bien manejada, pasa por ser un sentido del humor agudo y negro. De manera que suelo caer bien a la gente y tengo amigos. Siempre los tuve. Buenos amigos que me contaban, con los ojos en blanco, cuánto amaban a la tonta de turno sólo porque era mona. Pero este comportamiento lamentable es consustancial a los humanos: a decir verdad, incluso yo misma lo he practicado. Yo también he sentido temblar mi corazón ante un rostro hermoso, unas espaldas anchas, unas breves caderas. Y lo que más me fastidia no es que los hombres guapos me parezcan físicamente atractivos (esto sería una simple constatación objetiva), sino que al instante creo intuir en ellos los más delicados valores morales y psíquicos. El que un abdomen musculoso o unos labios sensuales te hagan deducir inmediatamente que su propietario es un ser delicado, caballeroso, generoso, tierno, valiente e inteligente, me resulta uno de los más grandes y estúpidos enigmas de la creación. Mi marido tiene un abdomen de atleta, unos buenos labios. Pero me besó con ellos y no me convertí en princesa, no dejé de ser sapo. Y él, en quien imaginé todo tipo de virtudes, se fue revelando como un ser violento y amargado.

No tengo espejos en mi casa. Mi marido no los necesita y yo los odio. Sí hay espejos, claro, en los servicios del despacho; y normalmente me lavo las manos con la cabeza gacha. He aprendido a mirarme sin verme en los cristales de las ventanas, en los escaparates de las tiendas, en los retrovisores de los coches, en los ojos de los demás. Vivimos en una sociedad llena de reflejos: a poco que te descuidas, en cualquier esquina te asalta tu propia imagen. En estas circunstancias, yo hice lo posible por olvidarme de mí. No me las apañaba del todo mal. Tenía un buen trabajo, buenos amigos, libros que leer, películas que ver. En cuanto a mi marido, nos odiábamos tranquilamente. La vida transcurría así, fría, lenta y tenaz como un río de mercurio. Sólo a veces, en algún atardecer particularmente hermoso, se me llenaba la garganta de una congoja insoportable, del dolor de todas las palabras nunca dichas, de toda la belleza nunca compartida, de todo el deseo de amor nunca puesto en práctica. Entonces mi mente se decía: jamás, jamás, jamás. Y en cada jamás me quería morir. Pero luego esas turbaciones agudas se pasaban, de la misma manera que se pasa un ataque de tos, uno de esos ataques furiosos que te ponen al borde de la asfixia, para desaparecer instantes después sin dejar más recuerdo que una carraspera y una furtiva lágrima. Además, sé bien que incluso a los guapos les entran ganas de morirse algunas veces.

Hace unos cuantos meses, sin embargo, empecé a sentir una rara inquietud. Era como si me encontrara en la antesala del dentista, y me hubiera llegado el turno, y estuviera esperando a que en cualquier momento se abriera la fatídica puerta y apareciera la enfermera diciendo: «Pase usted» (el símil viene al caso porque me sangran las encías y mis dientecillos de tiburón pequeño siempre me han planteado muchos problemas). Le hablé un día a Tomás de esta tribulación y esta congoja, y él dictaminó: «Ésa es la crisis de los cuarenta». Tal vez fuera eso, tal vez no.

El caso es que a menudo me ponía a llorar por las noches sin ton ni son, y empecé a pensar que tenía que separarme de mi mando. No sólo me sentía fea, sino enferma.

Tomás era el auditor. Venía de Barcelona, tenía treinta y seis años, era bajito y atractivo y, para colmo, se acababa de divorciar. Su llegada revolucionó la oficina: era el más joven, el más guapo. Mi linda secretaria (que se llama Linda) perdió enseguida las entendederas por él. Empezó a quedarse en blanco durante horas, contemplando la esquina de la habitación con fijeza de autista. Se le caían los papeles, traspapelaba los contratos y dejaba las frases a medio musitar. Cuando Tomás aparecía por mi despacho, sus mejillas enrojecían violentamente y no atinaba a decir ni una palabra. Pero se ponía en pie y recorría atolondradamente la habitación de acá para allá, mostrando su palmito y meneando las bonitas caderas, la muy perra (toda bella, por muy tonta o tímida que sea, posee una formidable intuición de su belleza, una habilidad innata para lucirse). Yo asistía al espectáculo con curiosidad y cierto inevitable desagrado. No había dejado de advertir que Tomás venía mucho a vernos; primero con excusas relativas a su trabajo, después ya abiertamente, como si tan sólo quisiera charlar un ratito conmigo. A mí no me engañaba, por supuesto: estaba convencida de que Linda y él acabarían enroscados, desplomados el uno en el otro por la inevitable fuerza de gravedad de la guapeza.

Y eso me fastidiaba un poco, he de reconocerlo. Lo cual era un sentimiento absurdo, porque nunca aspiré a nada con Tomás. Sí, era sensible a sus dientes blancos y a sus ojos azules maliciosos y a los cortos rizos que se le amontonaban sobre el recio cogote y a sus manos esbeltas de dedos largos y al lunar en la comisura izquierda de su boca y a los dos pelillos que asomaban por la borda de la camisa cuando se aflojaba la corbata y a sus sólidas nalgas y al antebrazo musculoso que un día toqué inadvertidamente y a su olor de hombre y a sus ojeras y a sus orejas y a la anchura de sus muñecas e incluso a la ternura de su calva incipiente (como verán, me fijaba en él); era sensible a sus encantos, digo, pero nunca se me ocurrió la desmesura de creerle a mi alcance. Los feos feísimos somos como aquellos pobres que pueden admirar la belleza de un Rolls Royce aun a sabiendas de que nunca se van a subir en un automóvil semejante. Los feos feísimos somos como los mendigos de Dickens, que aplastaban las narices en las ventanas de las casas felices para atisbar el fulgor de la vida ajena. Ya sé que me estoy poniendo melodramática: antes no me permitía jamás la autoconmiseración y ahora desbordo. Debo de haberme perdonado. O quizá sea lo de la crisis de los cuarenta.

El caso es que un día Linda me pidió por favor por favor por favor que la ayudara. Quería que yo le diera mi opinión sobre el señor Vidaurra (o sea, sobre Tomás); porque como yo era tan buena psicóloga y tan sabia, y como Vidaurra venía tan a menudo a mi despacho. .. No necesité pedirle que se explicara: me bastó con poner una discreta cara de atención para que Linda volcase su corazón sobre la plaza pública. Ah, estaba muy enamoriscada de Tomás, y pensaba que a él le sucedía algo parecido; pero el hombre debía de ser muy indeciso o muy tímido y no había manera de que la cosa funcionara. Y qué cómo veía yo la situación y qué le aconsejaba...

Tal vez piensen ustedes que ésta es una conversación insólita entre una secretaria y su jefa (recuerden que yo tengo que ganarme amigos de otro modo: y un método muy eficaz es saber escuchar), pero aún les va a parecer más rara mi respuesta. Porque le dije que sí, que estaba claro que a Tomás le gustaba; que lo que tenía que hacer era escribirle una carta de amor, una carta bonita; y que, como sabía que ella no se las apañaba bien con lo literario, estaba dispuesta a redactarle la carta yo misma. ¿Que cómo se me ocurrió tal barbaridad? Pues no sé, ya he dicho que soy leída y culta e incluso sensible bajo mi cabezota. Y pensé en el Cyrano y en probar a enamorar a un hombre con mis palabras. Quién sabe, quizá después de todo pudiera paladear siquiera un bocado de la gloria romántica. Quizá al cabo de los años Linda le dijera que fui yo. Así que me pasé dos días escribiendo tres folios hermosos; y luego Linda los copió con su letra y se los dio.

Eso fue un jueves. El viernes Tomás no vino, y el sábado por la tarde me llamó a mi casa: perdona que te moleste en fin de semana, ayer estuve enfermo, tengo que hacerte una consulta urgente de trabajo, me gustaría ir a verte. Era a principios de verano y mi marido estaba escuchando música sentado en la terraza. Ese día no nos hablábamos, no recuerdo ya por qué; le fui a decir que venía un compañero del trabajo y no se dignó contestarme. Yo tengo una voz bonita; tengo una voz rica y redonda, digna de otra garganta y otro cuello. Pero cuando me enfadaba con mi mando, cuando nos esforzábamos en odiamos todo el día, el tono se me ponía pitudo y desagradable. Hasta eso me arrebataba por entonces el ciego: me robaba mí voz, mi único tesoro.

Así que cuando llegó Tomás yo no hacía más que carraspear. Nos sentamos en el sofá de la sala, saqué café y pastas, hablamos de un par de naderías. Al cabo me dijo que Linda le había mandado una carta muy especial y que no sabía qué hacer, que me pedía consejo. Yo me esponjé de orgullo, descrucé las piernas, tosí un poco, me limpié una legaña disimuladamente con la punta de la servilleta. ¿Una carta muy especial?, repetí con rico paladeo. Sí, dijo él, una carta de amor, algo muy embarazoso, una niñería, si vieras la pobre qué cosas decía, tan adolescentes, tan cursis, tan idiotas; pero es que la pobre Linda tiene la mentalidad de una cría, es una inocente, una panoli, no toda una mujer, como tú eres.

Me quedé sin aliento: ¿mi carta una niñería? Enrojecí: cómo no me había imaginado que esto iba a pasar, cómo no me había dado cuenta antes, medio monstrua de mí, tan poco vivida en ese registro, tan poco amante, tan poco amada, virginal aún de corazón. La carta me había delatado, había desvelado mi inmadurez y mi ridícula tragedia: porque el dolor de amor suele resultar ridículo ante los ojos de los demás.

Pero no. Tomás no sabía que fui yo, Tomás no me creía capaz de una puerilidad de tal calibre, Tomás me había puesto una mano sobre el muslo y sonreía.

Repito: Tomás me había puesto una mano sobre el muslo.
Y sonreía, mirándome a los ojos como nunca soñé con ser mirada. Su mano era seca, tibia, suave. La mantenía abierta, con la palma hacia abajo, su carne sobre mi carne toda quieta. O más bien su carne sobre mis medias de farmacia contra las varices (aunque eran unas medias bastante bonitas, pese a todo). Entonces Tomás lanzó una ojeada al balcón: allí, al otro lado del cristal, pero apenas a cuatro metros de distancia, estaba mi mando de frente hacia nosotros, contemplándonos fijamente con sus ojos vacíos. Sin dejar de mirarle, Tomás arrastró suavemente su mano hacia arriba: la punta de sus dedos se metió por debajo del ruedo de mi falda. Yo era una tierra inexplorada de carne sensible. Me sorprendió descubrir el ignorado protagonismo de mis ingles, la furia de mi abdomen, la extrema voracidad de mi cintura. Por no hablar de esas suaves cavernas en donde todas las mujeres somos iguales (allí yo no era fea).

Hicimos el amor en el sofá, en silencio, sorbiendo los jadeos entre dientes. S¿ bien que gran parte de su excitación residía en la presencia de mi marido, en sus ojos que nos veían sin ver, en el peligro y la perversidad de la situación. Todas las demás veces, porque hubo muchas otras, Tomás siempre buscó que cayera sobre nosotros esa mirada ciega; y cuando me ensartaba se volvía hacia él, hacia mi marido, y le contemplaba con cara de loco (el placer es así, te pone una expresión exorbitada). De modo que en sus brazos yo pasé en un santiamén de ser casi una virgen a ser considerablemente depravada. A gozar de la morbosa paradoja de un mirón que no mira.

Pero a decir verdad lo que a mí más me encendía no era la presencia de mi marido, sino la de mi amante. La palabra amante viene de amar, es el sujeto de la acción, aquel que ama y que desea; y lo asombroso, lo soberbio, lo inconcebible, es que al fin era yo el objeto de ese verbo extranjero, de esa palabra ajena en mi existencia. Yo era la amada y la deseada, yo la reina de esos instantes de obcecación y gloria, yo la dueña, durante la eternidad de unos minutos, de los dientes blancos de Tomás y de sus ojos azules maliciosos y de los cortos rizos que se le amontonaban sobre el recio cogote y de sus manos esbeltas de dedos largos y del lunar en la comisura izquierda de su boca y de los dos pelillos que asomaban por la borda de la camisa cuando se aflojaba la corbata (cuando yo se la arrancaba) y de sus sólidas nalgas y del antebrazo musculoso y de su olor de hombre y de sus ojeras y sus orejas y la anchura de sus muñecas e incluso de la ternura de su calva incipiente. Todo mío.

Pasaron las semanas y nosotros nos seguimos amando día tras día mientras mi marido escuchaba su concierto vespertino en la terraza. Al fin Tomás terminó su auditoria y tuvo que regresar a Barcelona. Nos despedimos una tarde con una intensidad carnal rayana en lo feroz, y luego, ya en la puerta, Tomás acarició mis insípidas mejillas y dijo que me echaría de menos. Y yo sé que es verdad. Así que derramé unas cuantas lágrimas y alguna que otra legaña mientras le veía bajar las escaleras, más por entusiasmo melodramático ante la escena que por un dolor auténtico ante su pérdida. Porque sé bien que la belleza es forzosamente efímera, y que teníamos que acabar antes o después con nuestra relación para que se mantuviera siempre hermosa. Aparte de que se acercaba el otoño y después vendría el invierno y mi marido ya no podría seguir saliendo a la terraza: y siempre sospeché que, sin su mirada, Tomás no me vería.

Tal vez piensen que soy una criatura patética, lo cual no me importa lo más mínimo: es un prejuicio de ignorantes al que ya estoy acostumbrada. Tal vez crean que mi historia de amor con Tomás no fue hermosa, sino sórdida y siniestra. Pero yo no veo ninguna diferencia entre nuestra pasión y la de los demás. ¿Que Tomás necesitaba para amarme la presencia fantasmal de mi marido? Desde luego; pero ¿no acarrean también los demás sus propios y secretos fantasmas a la cama? ¿Con quién nos acostamos todos nosotros cuando nos acostamos con nuestra pareja? Admito, por lo tanto, que Tomás me imagino; pero lo mismo hizo Romeo al imaginar a su Julieta. Nunca podré agradecerle lo bastante a Tomás que se tomara el trabajo de inventarme.

Desde esta historia clandestina, mi vida conyugal marcha mucho mejor. Supongo que mi mando intuyó algo: mientras vino Tomás siguió saliendo cada tarde a la terraza, aunque el verano avanzaba y en el balcón hacía un calor achicharrante; y allí permanecía, congestionado y sudoroso, mientras mi amante y yo nos devorábamos. Ahora mi mando está moreno y guapo de ese sol implacable del balcón; y me trata con deferencia, con interés, con coquetería, como si el deseo del otro (seguro que lo sabe, seguro que lo supo) hubiera encendido su propio deseo y el convencimiento de que yo valgo algo, y de que, por lo tanto, también lo vale él. Y como él se siente valioso y piensa que vale la pena quererme, yo he empezado a apreciar mí propia valía y por lo tanto a valorarlo algo. No sé si me siguen: es un juego de espejos. Pero me parece que he desatado un viejo nudo.


Ahora sigo siendo igual de medio monstrua, pero tengo recuerdos, memorias de la belleza que me amansan. Además, ya no se me crispa el tono casi nunca, de modo que puedo alardear de mi buena voz: el mejor atributo para que mi ciego me disfrute. ¿Quién habló de perversión? Cuando me encontraba reflejada en los ojos de Tomás, cuando me veía construida en su deseo, yo era por completo inocente. Porque uno siempre es inocente cuando ama, siempre regresa a la misma edad emocional, al umbral de la eterna adolescencia. Pura y hermosa fui porque deseé y me desearon. El amor es una mentira, pero funciona.


Cuento de ROSA MONTERO, AMANTES Y ENEMIGOS 
Círculo de Lectores, S.A., Barcelona
© Rosa Montero, 1998
Depósito legal: B. 35389-1998
ISBN 84-226-7322-3
N.’ 33605