6.4.23

Respuesta

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Quisiera que fuera diferente pero, si quiero evitar la compasión, la vida me exige cierta crueldad. Por eso, a pesar que repito todos los te amo, al final tal cual sentenció Bonnett, “los hechos, como siempre, acorralan las palabras”. No alcanzan. Por eso, discúlpame. Este cuerpo no sabe ser afectuoso, le incomoda el roce, las palabras dulces, provocar pena y la atención. Estoy de acuerdo, habría que dejarlo en la basura. Pero comparto con él lo insoportable que resulta que todo cambie por una inmunidad incomprensible que otorga el sufrimiento. Como si el mundo no le doliera a nadie más. Me canso sí, pero te amo y -lo siento- no quiero tener la responsabilidad de darle la razón a todo. Soy incompetente para decírtelo con claridad, pero ya lo dijo -hace tanto- Pizarnik: “A veces también se me acaban las sonrisas para ti, a veces también se me acaban las ganas de escribirte. Pero te quiero, ojalá lo entiendas, siempre te quiero, pero a veces mis abrazos no tienen calor y mi boca no sabe que decir… Pero te quiero, siempre te quiero, cuando no te convengo, cuando no me soportas, cuando te odio, te quiero.” Siempre te amo.







11.7.21

¡Adios Shoshano!

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Repasar el dolor hasta gastarlo. Hasta tener la solvencia de Soseki cuando escribió: “Yace aquí abajo / todo un atardecer, / con posible tormenta.” Un Haiku,  también la inscripción sepulcral para nuestro Shoshano.

Mi ventana carece de sentido. Innecesaria, si no es tu puerta. Me pregunto tantas cosas: ¿la libertad valió la pena?, ¿habrá sentido el abrazo en sus últimos segundos?, ¿habrá notado nuestro desmoronamiento? Supongo que es más cómodo acribillarte con preguntas, cuando las certezas queman. “Piensas que despertar te va a aliviar / y no te alivia / piensas que dormir te va a aliviar / y no te alivia / piensas que el desayuno te va a aliviar / y no te alivia / piensas que el pensamiento te va a aliviar / y no te alivia /piensas que hacer un trámite te va a aliviar / y no te alivia (...) / piensas que el sol te va a aliviar / y no te alivia / piensas que llover te va a aliviar / y no te alivia / piensas que conversar te va a aliviar / y no te alivia / piensas que oír las noticias te va a aliviar / y no te alivia (...) / piensas que el tiempo te va a aliviar / y no te alivia”.  (Bertoni 2015).

Hoy su muerte -de alguna forma- nos separa. Pero, cómo escribió Simone de Beauvoir cuando se despidió de Sartre, “Ya es hermoso que nuestras vidas hayan podido estar de acuerdo”.  Y si bien compartir 304 días para nosotros sigue pareciendo muy injusto, comprendo que -en tu caso- fue la dedicación absoluta de toda una vida. Uno viene para hacer lo que debe hacer.

Ahora juega tranquilo. Ya no necesitas que te rescate. Acá estaremos bien. Recordándote. La pena no se irá. “Nadie me había dicho nunca que la pena se viviese como el miedo. Yo no es que esté asustado, pero la sensación es la misma que cuando lo estoy”, (Lewis 2005)

¡Gracias por todo!





27.6.21

Envejecer

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 Para Tólstoi, envejecer pudo significar retirarse de la vida. Vivíamos todos en el mismo cuarto, dos camas conjuntas en menos de cinco metros de ancho, una ventana pequeña que daba a una maceta. Éramos cuatro. El baño quedaba fuera, en el patio. La regadera estaba sobre el retrete. En la pared manchas que parecían animales, plantas, nubes. En esa casa, fue la primera vez que pensé en la vejez. Tenía doce años. Un niño. Envejecer era la noche total, la certeza de habernos perdido algo. Detenernos, obligadamente. "Cuesta bastante trabajo creer/ En un dios que deja a sus criaturas / abandonadas a su propia suerte / A merced de las olas de la vejez / Y de las enfermedades / Para no decir nada de la muerte", Nicanor Parra. A los doce años, crees que te lo estás perdiendo todo. Pese a recordarlo, no sé cuándo decidí que la vejez es inmovilizarte, encerrarte, confinarte. Así, con el dativo “te”. Es, como lo escribió Neruda, “Yo no creo en la edad./ Todos los viejos / llevan / en los ojos / un niño, / y los niños / a veces / nos observan / como ancianos profundos”. Una decisión propia. Los últimos en tomarla serán inmortales. ¿Qué pasa?, preguntaron mis padres. “Nada”, respondí. Solo los miro. No vayamos a detenernos, nunca. “Me ahogo en la realidad: / Mis pasos ya no son anónimos, / ya no saben andar sobre el mar; / Aunque luchen / Mis brazos ya no saben volar, / Ya no me reconozco. Me he olvidado. / Me gustaría volver. Pero ¿hacia quién? / Todo me duele. / ¡Siento una ansia terrible / De mí misma!”, Ana Blandiana. Mientras sigamos, no seremos viejos, seremos desafiantes.



13.5.20

Orgullosos de la distancia

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Hay que estar orgullosos de la distancia. La verdad, todo esto me desacomoda del mundo. Todavía no tengo lo que se necesita para apaciguar el odio a lo mediocre, normal y corriente. Y estos días, como lo escribió Vilariño, “el mar no es más que un pozo de agua oscura”. Trato, no estoy seguro de lograrlo, de no abandonar abrumado el encierro, de no hacer trampa. Fuera, tantos merecen nuestro desprecio.

En cuanto alcance el límite de lo soportable, como en el Lobo Estepario de Hesse, no habrá más que abrir la puerta y estaré fuera. Correré a verte. Por ahora, la distancia me regresa a lo básico: escribo nada más para salvarme, nada más para estar cerca tuyo.

Escúchame, te imagino resistiéndote a repetir cada palabra. Sonríe. Allá tú, la delicada en épocas brutales, la sensible, la cálida, la que lo cuenta todo, la valiente, la segura, la loca de la casa, la luz. Acá el frío, el que no cuenta nada, el derrotado, el imprudente, el que no cambia, el desequilibrado. Y, en medio, la distancia. Y a pesar que “el mar no es más que un pozo de agua oscura”, seguimos juntos.

“Creo sinceramente que por alguna unión mística nos hemos convertido en una sola carne; Simplemente estoy enferma, físicamente enferma, sin ti. Lloro; Pongo mi cabeza en el suelo; Me ahogo, odio comer; odio dormir, o ir a la cama … Estoy viviendo en una especie de muerte en vida”, Sylvia Plath.

Cuatro años llevas metida en mi vida, imponíendome ternura. Y precisamente ahora que siento la aniquiladora necesidad de darte las gracias, otra vez, lejos. No durará para siempre la victoria de los infames. Volveremos a tomar las calles, volveremos cínicos a regocijarnos de la poca importancia del mundo. Volveré a repetir que me salvas de la existencia. Te abrazaré. No me importa ser descuidado.

¿Qué recordaremos sobre el encierro? Acaso, los pájaros picoteando los granos de arroz que dejamos en las macetas; el viento encerrado en el corredor que se cola por mi ventana; los cuerpos perdidos, solos en medio de la calle; las lágrimas que inundaron ciudades; el enojo enclaustrado de la injusticia; el miedo de amar mortales; no sé.

Por ahora, solo me cabe una idea: Hay que estar orgullosos de la distancia. “La noche no es profunda, es fría y larga” (Vilariño).  Pensarte y no verte, duele. Lloramos, quizá es el precio de amar en el fin del mundo. Volveremos a estas letras. Pasarán los años. Seguiremos juntos.



11.4.19

Valió la pena

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También tengo tardes en las que me da rabia la alegría. Momentos en los que soy consciente del dolor provocado por no ser consumido por el odio. Después de todo, la sonrisa de los miserables es tan real que hiere. Y mientras ellos celebran,  yo solo quisiera estar seguro de una cosa: que la alegría valió la pena.



24.4.17

[Historia 1] Perdición: Somos legión

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Vamos a suponer que borraste esa foto. Suponer, aunque siga allí escondida entre tantas otras, oculta. Quizá, entonces, todo sería diferente. No tendrías que escapar, día tras día, de ella, no sentirías que te mueres, no tendrías que soportar esos lapsos de llanto incontrolables, dormirías tranquila y tu sonrisa se volvería descuidada, libre. Si no existiera esa foto, si en realidad la hubieras borrado, no te importaría ese momento. Entonces, no correrías el riesgo de ser arrollada cada vez que cruzas una calle y no me hubieras sorprendido esa tarde cuando escribiste: “Me he vuelto la peor versión de mi y no me arrepiento. Él se casará con una plana, una simple, una básica”.

En la mañana, la tristeza es la huella de una historia rota. Fuera la ciudad parece inalterable. Estructuras cimentadas que se desgastan con las corrientes mínimas provocadas por la respiración de sus millones de habitantes. Proyecciones erigidas y despiadadas del pasado. Las ciudades prometen recuerdos. Es nuestra culpa que se conviertan en hoces punzantes, en memoria. Los amores prometen historias infinitas. Es nuestra culpa que se conviertan en una pequeña muerte. Después de todo, como decía Galeano, “pequeña muerte, llaman en Francia a la culminación del abrazo, que rompiéndonos nos junta y perdiéndonos nos encuentra y acabándonos nos empieza. Pequeña muerte, la llaman; pero grande, muy grande ha de ser, si matándonos nos nace”. Es nuestra culpa y por eso duele.

Noche. Tu reflejo en un ventanal. Llevas puesta su camisa y él no aparece en la foto. Así, lo permitiste. Después, todo se detiene. Ausencias atípicas, desconexiones bruscas, dejamos de hablar, nos detenemos, los detestamos, no caemos al suelo pero perdemos el equilibrio para siempre. Qué es el amor sino el equilibrio entre dos opuestos. Querías que se quedara contigo, aún lo quieres. Mal hacemos en nacer cuando ya estamos muriendo. Y ahora, te provocas miedo. Ahora, que prefieres inundarte de cosas por hacer para no pensar en él, para no tomar fuerzas y escribirle: “Tu ilusión inerte de una vida feliz no te dará más que una satisfacción momentánea, no te será suficiente nunca porque también tienes en la mirada la perdición... somos legión”.

Detesto la distancia. No poder sentarnos una tarde cualquiera y permitirnos ser monstruos. Pasarnos las palabras que se nos quedaron enganchadas en la soledad y burlarnos de ellas. Quizá, acompañarte a borrar esa foto. Pero antes, escribir tras de ella la sentencia de Pavese: “los solteros se toman el matrimonio más en serio que los casados”.






20.8.16

La sonrisa más linda

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"Un día voy a morir, mis viejos van a morir, mi hermano se va a morir, y nunca, pero nunca más vamos a volver a estar vivos", Fabián Casas
La silla, en la que ella extiende sus piernas para llegar al sol, fue su refugio, pero ya no. Ahora prefiere recostarse a la leve sombra que le otorgan las flores de un pequeño jardín. Prefiere que su refugio sea público, expuesto. Cuando se recuesta allí, sin comodidad, dice que la invade una sensación embriagadora de caer, de la derrota. Suena el teléfono. Al otro lado, su madre. Ella no sonríe, habla con prisa. Respuestas cortas. Se despide, sonríe y continuamos. "Es que a ella la quiero mucho, pero me llama en cada instante. Siempre el peor. El otro día me sorprendió en una salida, no la quería contestar pero se enoja mucho. Sabes, siempre paso bochornos para que me diga lo mismo: cuídate, come, arrópate y descansa". Mira el celular, un iPhone, la imagen en la pantalla es una foto de ella y su mamá. Sabe que un día su mamá se va a morir y que, entonces, se va a querer morir con ella. Pero por ahora eso no la molesta.

Jenny (nombre ficticio) es lo más parecido a la brisa del amanecer en un lugar cálido. "Soy ligera", en efecto su paso invade de un aire fresco el lugar. "Eso me lo dejó la danza", asegura. Caminamos, faltan pocos minutos para las 21H30, estamos en el centro de la ciudad. A cada paso, demuestra -una y otra vez- como la vergüenza no la embriaga. Siempre sonríe. Sonríe incluso luego de tropezar en la vereda, mientras simula pasos de baile, en su esfuerzo por explicarme que: "a la vida no hay que temerla, ni tomarla en serio". Esa oración la repetiría al menos 15 veces durante la noche. Ahora es profesora. Dicta clase en dos colegios. Me cuenta sobre las declaraciones de amor, una más increíble que otra, de sus estudiantes. Jenny tiene 24 años. Sus alumnos son apenas adolescentes. Ella se ríe. No los toma en serio. "Allá me esfuerzo por ser la profe mala, la brava, la loca". Y esta loca. Lleva esa locura linda.

¿Cómo soportas un golpe así? Así se recibe un golpe -de frente-, el silencio de su madre a un lado de la cocina y ella parada, firme, sin tiempo para levantar sus brazos. La rabia: un golpe. Los gritos de él, los ojos fríos que la observan, el llanto de su hermana menor, un plato en el suelo. El dolor en la mandíbula: un golpe. Jenny, en el suelo, abre los ojos, sus manos en su cara, su mandíbula apretada, escucha crujir sus dientes, la huella en su piel del impacto del golpe, lágrimas, ira. Su madre: un golpe. Escuchará, una y otra vez, la voz de su madre que le reclama por enfrentarse a su padrastro y sentirá que se le rompe el corazón. Un día, esta noche, llegará hasta un balcón de una casa vieja, en la que acordamos esta entrevista, y dirá, por primera vez, que ya no quiere a su madre. Que esta sola. Que no sabe cómo soportar este golpe.

Todavía vive en esa casa. Sonríe.

-Y esa sonrisa?
-Quizás una estrategia. Como si no necesitara entristecerme.

Jacko / Centro de la ciudad