Me escribe:
“¿Por qué no perder?”
Mire, amigo: si ganar siempre fuera sinónimo de felicidad, entonces los más felices del mundo serían los banqueros, los poderosos, los políticos que se auto convencen día a día. Y sin embargo, allí está: un cansancio invisible. Una angustia que tratan de esconder con aplausos y sonrisas.
Cima de la cumbre,
descubro que no era ahí
donde estaba yo.
Nos han hecho creer que perder es fracasar. Que todo aquel que no se lleva el premio, la vida perfecta, los aplausos, está condenado. Nos vuelven temerosos de la crítica, del juicio de los que no se animan a empezar. Pero resulta que los márgenes son los únicos espacios donde podemos detenernos a pensar. Donde no se exige correr, competir ni sonreír. Perder, cuando uno no se resiste, se vuelve un refugio inesperado: lo aleja del ruido, del juicio ajeno, y le permite reconstruirse sin obligación de rendir cuentas.
¿No ha notado que cuando uno pierde algo también gana distancia? Y con la distancia, aparece el pensamiento distinto. La mirada nueva. La oportunidad de no seguir el mismo camino sólo porque todos lo siguen.
Bajo la derrota,
un sendero que no vi
me llama en silencio.
Me dirá usted: “¿Y si duele?”
Por supuesto que duele. Toda liberación duele. Hasta las alas cuando brotan deben romper la piel. Perder es: una herida necesaria.
El peso cedió.
Mi sombra se va sola.
Quedo más liviano.
¿Sabe cuándo uno se vuelve verdaderamente libre? Cuando deja de ganar porque se debe ganar. Cuando ya no quiere vivir en función de la validación ajena. Cuando se permite perder aquello que no le representa, que no le emociona, que no le pertenece. Ahí comienza la libertad: en dejar ir, en aceptar la pérdida no como tragedia, sino como tránsito.
Lo que se cayó
no era parte de mi ser.
Solo envoltorio.
Ganar está sobrevalorado. Lo importante es no traicionarse mientras se pierde.
Por eso amigo: “¿Por qué no perder?”.
En lo que perdí
descubrí que lo que soy
no se pierde nunca.