3.12.25

Malditasea

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De todos los cabrones a los que considero amigos, fuiste uno de los pocos que —cuando el fucking mundo se me cayó encima— levantó el teléfono y me dio fuerzas. Brother, me quedé con esa deuda. Tú te autoimpusiste el compromiso de que te pidiera cualquier favor —porque te valía madres todo—; yo me autoimpuse el compromiso de no pedirte ninguno —para evitar broncas—. Y así llevamos la vida.

Cómo puede pasar esto, cuando hace unos días me decías:

Hermano, son tiempos difíciles; hay que ser más paciente que nunca y darle con corazón. Ya irá mejorando

¡Che, qué cagada! No me olvidaré de que “nos merecemos tiempos mejores. Paz, sonrisas y proyectos”.

¡Le vamos a dar con corazón! Hasta que reine en el pueblo el amor y la igualdad.

13.7.25

La libertad de perder

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 Me escribe:

“¿Por qué no perder?”

Mire, amigo: si ganar siempre fuera sinónimo de felicidad, entonces los más felices del mundo serían los banqueros, los poderosos, los políticos que se auto convencen día a día. Y sin embargo, allí está: un cansancio invisible. Una angustia que tratan de esconder con aplausos y sonrisas.

Cima de la cumbre,
descubro que no era ahí
donde estaba yo.

Nos han hecho creer que perder es fracasar. Que todo aquel que no se lleva el premio, la vida perfecta, los aplausos, está condenado. Nos vuelven temerosos de la crítica, del juicio de los que no se animan a empezar. Pero resulta que los márgenes son los únicos espacios donde podemos detenernos a pensar. Donde no se exige correr, competir ni sonreír. Perder, cuando uno no se resiste, se vuelve un refugio inesperado: lo aleja del ruido, del juicio ajeno, y le permite reconstruirse sin obligación de rendir cuentas.

¿No ha notado que cuando uno pierde algo también gana distancia? Y con la distancia, aparece el pensamiento distinto. La mirada nueva. La oportunidad de no seguir el mismo camino sólo porque todos lo siguen.

Bajo la derrota,
un sendero que no vi
me llama en silencio.

Me dirá usted: “¿Y si duele?”
Por supuesto que duele. Toda liberación duele. Hasta las alas cuando brotan deben romper la piel. Perder es: una herida necesaria. 

El peso cedió.
Mi sombra se va sola.
Quedo más liviano.

¿Sabe cuándo uno se vuelve verdaderamente libre? Cuando deja de ganar porque se debe ganar. Cuando ya no quiere vivir en función de la validación ajena. Cuando se permite perder aquello que no le representa, que no le emociona, que no le pertenece. Ahí comienza la libertad: en dejar ir, en aceptar la pérdida no como tragedia, sino como tránsito.

Lo que se cayó
no era parte de mi ser.
Solo envoltorio.

Ganar está sobrevalorado. Lo importante es no traicionarse mientras se pierde. 

Por eso amigo: “¿Por qué no perder?”.

En lo que perdí
descubrí que lo que soy
no se pierde nunca.




 

6.4.23

Respuesta

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Quisiera que fuera diferente pero, si quiero evitar la compasión, la vida me exige cierta crueldad. Por eso, a pesar que repito todos los te amo, al final tal cual sentenció Bonnett, “los hechos, como siempre, acorralan las palabras”. No alcanzan. Por eso, discúlpame. Este cuerpo no sabe ser afectuoso, le incomoda el roce, las palabras dulces, provocar pena y la atención. Estoy de acuerdo, habría que dejarlo en la basura. Pero comparto con él lo insoportable que resulta que todo cambie por una inmunidad incomprensible que otorga el sufrimiento. Como si el mundo no le doliera a nadie más. Me canso sí, pero te amo y -lo siento- no quiero tener la responsabilidad de darle la razón a todo. Soy incompetente para decírtelo con claridad, pero ya lo dijo -hace tanto- Pizarnik: “A veces también se me acaban las sonrisas para ti, a veces también se me acaban las ganas de escribirte. Pero te quiero, ojalá lo entiendas, siempre te quiero, pero a veces mis abrazos no tienen calor y mi boca no sabe que decir… Pero te quiero, siempre te quiero, cuando no te convengo, cuando no me soportas, cuando te odio, te quiero.” Siempre te amo.







11.7.21

¡Adios Shoshano!

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Repasar el dolor hasta gastarlo. Hasta tener la solvencia de Soseki cuando escribió: “Yace aquí abajo / todo un atardecer, / con posible tormenta.” Un Haiku,  también la inscripción sepulcral para nuestro Shoshano.

Mi ventana carece de sentido. Innecesaria, si no es tu puerta. Me pregunto tantas cosas: ¿la libertad valió la pena?, ¿habrá sentido el abrazo en sus últimos segundos?, ¿habrá notado nuestro desmoronamiento? Supongo que es más cómodo acribillarte con preguntas, cuando las certezas queman. “Piensas que despertar te va a aliviar / y no te alivia / piensas que dormir te va a aliviar / y no te alivia / piensas que el desayuno te va a aliviar / y no te alivia / piensas que el pensamiento te va a aliviar / y no te alivia /piensas que hacer un trámite te va a aliviar / y no te alivia (...) / piensas que el sol te va a aliviar / y no te alivia / piensas que llover te va a aliviar / y no te alivia / piensas que conversar te va a aliviar / y no te alivia / piensas que oír las noticias te va a aliviar / y no te alivia (...) / piensas que el tiempo te va a aliviar / y no te alivia”.  (Bertoni 2015).

Hoy su muerte -de alguna forma- nos separa. Pero, cómo escribió Simone de Beauvoir cuando se despidió de Sartre, “Ya es hermoso que nuestras vidas hayan podido estar de acuerdo”.  Y si bien compartir 304 días para nosotros sigue pareciendo muy injusto, comprendo que -en tu caso- fue la dedicación absoluta de toda una vida. Uno viene para hacer lo que debe hacer.

Ahora juega tranquilo. Ya no necesitas que te rescate. Acá estaremos bien. Recordándote. La pena no se irá. “Nadie me había dicho nunca que la pena se viviese como el miedo. Yo no es que esté asustado, pero la sensación es la misma que cuando lo estoy”, (Lewis 2005)

¡Gracias por todo!





27.6.21

Envejecer

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 Para Tólstoi, envejecer pudo significar retirarse de la vida. Vivíamos todos en el mismo cuarto, dos camas conjuntas en menos de cinco metros de ancho, una ventana pequeña que daba a una maceta. Éramos cuatro. El baño quedaba fuera, en el patio. La regadera estaba sobre el retrete. En la pared manchas que parecían animales, plantas, nubes. En esa casa, fue la primera vez que pensé en la vejez. Tenía doce años. Un niño. Envejecer era la noche total, la certeza de habernos perdido algo. Detenernos, obligadamente. "Cuesta bastante trabajo creer/ En un dios que deja a sus criaturas / abandonadas a su propia suerte / A merced de las olas de la vejez / Y de las enfermedades / Para no decir nada de la muerte", Nicanor Parra. A los doce años, crees que te lo estás perdiendo todo. Pese a recordarlo, no sé cuándo decidí que la vejez es inmovilizarte, encerrarte, confinarte. Así, con el dativo “te”. Es, como lo escribió Neruda, “Yo no creo en la edad./ Todos los viejos / llevan / en los ojos / un niño, / y los niños / a veces / nos observan / como ancianos profundos”. Una decisión propia. Los últimos en tomarla serán inmortales. ¿Qué pasa?, preguntaron mis padres. “Nada”, respondí. Solo los miro. No vayamos a detenernos, nunca. “Me ahogo en la realidad: / Mis pasos ya no son anónimos, / ya no saben andar sobre el mar; / Aunque luchen / Mis brazos ya no saben volar, / Ya no me reconozco. Me he olvidado. / Me gustaría volver. Pero ¿hacia quién? / Todo me duele. / ¡Siento una ansia terrible / De mí misma!”, Ana Blandiana. Mientras sigamos, no seremos viejos, seremos desafiantes.



13.5.20

Orgullosos de la distancia

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Hay que estar orgullosos de la distancia. La verdad, todo esto me desacomoda del mundo. Todavía no tengo lo que se necesita para apaciguar el odio a lo mediocre, normal y corriente. Y estos días, como lo escribió Vilariño, “el mar no es más que un pozo de agua oscura”. Trato, no estoy seguro de lograrlo, de no abandonar abrumado el encierro, de no hacer trampa. Fuera, tantos merecen nuestro desprecio.

En cuanto alcance el límite de lo soportable, como en el Lobo Estepario de Hesse, no habrá más que abrir la puerta y estaré fuera. Correré a verte. Por ahora, la distancia me regresa a lo básico: escribo nada más para salvarme, nada más para estar cerca tuyo.

Escúchame, te imagino resistiéndote a repetir cada palabra. Sonríe. Allá tú, la delicada en épocas brutales, la sensible, la cálida, la que lo cuenta todo, la valiente, la segura, la loca de la casa, la luz. Acá el frío, el que no cuenta nada, el derrotado, el imprudente, el que no cambia, el desequilibrado. Y, en medio, la distancia. Y a pesar que “el mar no es más que un pozo de agua oscura”, seguimos juntos.

“Creo sinceramente que por alguna unión mística nos hemos convertido en una sola carne; Simplemente estoy enferma, físicamente enferma, sin ti. Lloro; Pongo mi cabeza en el suelo; Me ahogo, odio comer; odio dormir, o ir a la cama … Estoy viviendo en una especie de muerte en vida”, Sylvia Plath.

Cuatro años llevas metida en mi vida, imponíendome ternura. Y precisamente ahora que siento la aniquiladora necesidad de darte las gracias, otra vez, lejos. No durará para siempre la victoria de los infames. Volveremos a tomar las calles, volveremos cínicos a regocijarnos de la poca importancia del mundo. Volveré a repetir que me salvas de la existencia. Te abrazaré. No me importa ser descuidado.

¿Qué recordaremos sobre el encierro? Acaso, los pájaros picoteando los granos de arroz que dejamos en las macetas; el viento encerrado en el corredor que se cola por mi ventana; los cuerpos perdidos, solos en medio de la calle; las lágrimas que inundaron ciudades; el enojo enclaustrado de la injusticia; el miedo de amar mortales; no sé.

Por ahora, solo me cabe una idea: Hay que estar orgullosos de la distancia. “La noche no es profunda, es fría y larga” (Vilariño).  Pensarte y no verte, duele. Lloramos, quizá es el precio de amar en el fin del mundo. Volveremos a estas letras. Pasarán los años. Seguiremos juntos.



11.4.19

Valió la pena

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También tengo tardes en las que me da rabia la alegría. Momentos en los que soy consciente del dolor provocado por no ser consumido por el odio. Después de todo, la sonrisa de los miserables es tan real que hiere. Y mientras ellos celebran,  yo solo quisiera estar seguro de una cosa: que la alegría valió la pena.