2.9.12

Toc, toc, toc

Toc, toc, toc... 
Pasaba recostado toda la tarde escuchando el mismo blues y contando los rayos de sol que escapaban de su persiana. El ritmo solía evitar el enojo, la voz lo hacía sentirse acompañado y la letra, siempre la misma letra, le hacía sentirse capaz de diferenciar todos sus mundos. Habíase convertido en un vagabundo dentro de su habitación. 
El primer día de su encierro estuvo lleno de valentía. Tomó sus zapatillas con furia, las abanicó sobre su cabeza -disfrutaba el viento en su cara-, abrió con su mano más inútil la ventana y las arrojó con tal fuerza que fueron a parar al coco del dacia 94 que estaba parqueado en frente. Poco tiempo después, una multitud aglutinada al filo de su ventana, confundida, exclamaba gritos incoherentes sobre él. Sin embargo, su interés era percibir el aroma del fin del día. En la casa, al otro lado de su puerta, los sonidos se hacían cada vez más comunes. En ocasiones se escuchaba así mismo, en otras escuchaba a todos y luego la ausencia de su voz, pero los sonidos no paraban. 
Los harapos a un lado de la habitación, sus excreciones al otro y él tan quieto. Algunos días pasaron desde su audaz decisión, para entonces ya no llevaba ropa consigo y había descubierto lo bueno que resultaba tener un árbol de sandías fuera de su ventana. 
Jacko/ Perdernos en la imaginación
Los tanques de guerra de la dictadura recorrían las calles, los cuerpos eran arrojados a los filos de las veredas y batallones completos de militares bailaban por las noches bajo los pocos focos útiles que quedaban. 
Espigas de trigo volaron por su habitación, atrapó una y la sujeto frente a sus ojos hasta que su mirada lo llevara a ese eterno paisaje que lo liberó de los perros hambrientos de carne. 

La puerta sonó. 
  

 

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