Toc, toc,
toc...
Pasaba recostado
toda la tarde escuchando el mismo blues y contando los rayos de sol que
escapaban de su persiana. El ritmo solía evitar el enojo, la voz lo hacía
sentirse acompañado y la letra, siempre la misma letra, le hacía sentirse capaz
de diferenciar todos sus mundos. Habíase convertido en un vagabundo dentro de
su habitación.
El primer día de su
encierro estuvo lleno de valentía. Tomó sus zapatillas con furia, las abanicó
sobre su cabeza -disfrutaba el viento en su cara-, abrió con su mano más inútil
la ventana y las arrojó con tal fuerza que fueron a parar al coco del dacia 94
que estaba parqueado en frente. Poco tiempo después, una multitud aglutinada al
filo de su ventana, confundida, exclamaba gritos incoherentes sobre él. Sin
embargo, su interés era percibir el aroma del fin del día. En la casa, al otro
lado de su puerta, los sonidos se hacían cada vez más comunes. En ocasiones se
escuchaba así mismo, en otras escuchaba a todos y luego la ausencia de su voz,
pero los sonidos no paraban.
Los harapos a un
lado de la habitación, sus excreciones al otro y él tan quieto. Algunos días
pasaron desde su audaz decisión, para entonces ya no llevaba ropa consigo y
había descubierto lo bueno que resultaba tener un árbol de sandías fuera de su
ventana.
Jacko/ Perdernos en la imaginación |
Los tanques de
guerra de la dictadura recorrían las calles, los cuerpos eran arrojados a los
filos de las veredas y batallones completos de militares bailaban por las
noches bajo los pocos focos útiles que quedaban.
Espigas de trigo volaron por su
habitación, atrapó una y la sujeto frente a sus ojos hasta que su mirada lo
llevara a ese eterno paisaje que lo liberó de los perros hambrientos de
carne.
La puerta sonó.