No tardó mucho en reconocerse
como un maldito. El final de la narración podría ser ese. Un final que no se detiene
en la complementariedad de lo bueno y lo malo, que no lo expía de ninguna de
sus palabras, que lo entrega –de alguna forma- consciente de sus acciones y que,
sobre todo, le impide –tanto al lector como a él- sucumbir a la tentación
alegórica de la memoria. Vamos sin misericordia.
Su maldición había logrado
colarse disfrazada de fortuna. Después de todo, así es como nos llega al 90% de
nosotros. Un día te levantas, te cambias, te vas, te crees próspero y ya no
regresas con la felicidad encima. No importa el tiempo que pase o los recuerdos
que cargues, todos los años vividos y los que están por venir se resumirán
únicamente a esas 24 horas que lo perdiste todo. Pero a él tan temprano como le
llegó la conciencia de su pesadumbre, también lo invadió una inteligencia limpia
de vanidad. Lastimosamente, es bien conocido por todos que toda agudeza intelectual
o sensible hunde más a su propietario en la recóndita esencia de una existencia
injusta.
Solo ahora advierto, mientras
repaso todas las palabras, que a pesar de su insistencia por la importancia de excederse
en la distancia, se sentía solo. Y aunque logró con éxito evadir esa sensación por
muchos años, entregándose a la compañía de una mujer a quien amó con toda la
profundidad que pudo encontrar, no logró librarse de ella. Ahora al final se
reconoce maldito.
0 comentarios:
Publicar un comentario